sábado, 26 de enero de 2013

Morir en el Golfo



Por J. Tomás Martínez  Gutiérrez

Narrada en primera persona, Morir en el Golfo (1986), de Héctor Aguilar Camín, es la historia de un columnista de la Ciudad de México que un día se reencuentra con un excompañero de la Universidad, Francisco Rojano, casado con quien fuera el gran amor imposible del periodista, Anabela Guillaumín. El reencuentro de los tres antiguos amigos, originarios todos de Veracruz, sirve para que Rojano, político menor con ambiciones y posibilidades de ascender, le cuente los problemas por los que atraviesa su familia: su mujer heredó algunas cuantas hectáreas de tierra y él compró otras tantas colindantes con las de ella. El problema es que ahora temen perderlas a manos del Sindicato Petrolero, encabezado por Lázaro Pizarro, un cacique de la región norte de Veracruz con un sórdido historial y sobre quien recaen las sospechas de varios asesinatos de dueños de tierras que no quisieron vender al Sindicato. La confidencia, respaldada con un archivo que integra fotografías e informes de autopsias, tiene la intención de que el columnista publique el caso en el periódico para el que trabaja y, de esta manera, advertir a la opinión pública y las autoridades del modo en que actúa Pizarro. Pero sobre todo, para que éste último se sepa observado por un contrincante que amenaza con cumplir con la máxima de que en política no hay enemigo pequeño.

Anabela, Rojano y el columnista comienzan a compartir información sobre Pizarro al tiempo que se ven inversos en un triángulo amoroso en el que Anabela se muestra como una mujer capaz de todo para salvar las tierras que han estado en manos de su familia por varias generaciones. Esta intriga política y amorosa es el eje de la narración que abarca aproximadamente un periodo de cuatro años, de mediados de 1976 a mediados de 1980. De tal manera que como trasfondo histórico aparecen los últimos meses del sexenio de Luis Echeverría, con los rumores del golpe de estado originados, entre otros motivos, por la confrontación sostenida con empresarios del norte del país; y los primeros dos años del sexenio de López Portillo, con el endeble auge pretrolero, y se alude, aunque sólo marginalmente, a la futura gran crisis económica de la segunda mitad del siglo XX, la de 1982. Conjuntamente con el escenario histórico y político, Aguilar Camín recrea el ambiente cultural de la Ciudad de México de la época: la ciudad se vio trastocada por la creación de los ejes viales con los que se buscaba agilizar el desplazamiento urbano; la zona Rosa, ya entrando en decadencia, era el lugar favorito para quienes buscaban ver y ser vistos; Armando Manzanero se presentaba por largas temporadas en los teatros más importanes; el güisqui se imponía como la bebida de moda entre políticos, periodistas, la farándula en general y los burócratas que expresaban así sus deseos de pertenencia y se mostraban conocedores del santo y seña de las capas con influencia política.

Morir en el Golfo es una de las mejores novelas en la línea de la novela política, exhibe una narración vertiginosa que revela mediante el lenguaje el submundo de la política, lleno de claves ridículas que buscan hacerlo críptico, para iniciados, y que resulta en realidad estereotipado. Sin embargo, ese lenguaje se muestra con distancia y en contraste con la narración depurada del narrador. Los diálogos resultan convincentes y logran individualizar a los personajes sin caer en el recurso fácil de la muletilla o el chiste recurrente con los que en las malas novelas se busca evitar la confusión. El mejor aspecto, quizás, es que evita a toda costa caer en generalizaciones y maniqueísmos fáciles: aquí todos los personajes son seres de claroscuros: el mismo narrador se muestra pleno de matices y contradicciones de principio a fin, por lo que evita el juicio moralino sobre sí mismo o los demás. Incluso Lázaro Pízarro es un personaje que representa no sólo lo peor del sindicalismo mexicano, sino que se muestra como una figura necesaria en un sistema que requiere los contrapesos en la política y que ocupa los vacíos de justicia social dejados por el Estado mexicano.

Carlos Fuentes, en Valiente mundo nuevo, Épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana considera, como a veces lo hace la crítica que busca una filiación de este tipo de novela, que Morir en el Golfo es una novela histórica, y agrega: “...la novela histórica no es ni una novedad más, ni una novedad agotable, sino una presencia constante del multi-relato opuesto al meta-relato, y que, modernamente, abarca tanto la espectacular fundación del género por Arturo Uslar Pietri en Las lanzas coloradas (1931) como la actualidad más directa evocada por Héctor Aguilar Camín en Morir en el Golfo (1987). Uslar puede tratar la historia de los llaneros de la guerra de independencia venezolana; Aguilar Camín darnos la noticia de los manejos del Sindicato Petrolero mexicano. Pero Las lanzas coloradas es un relato tan actual como éste, y Morir en el Golfo una promesa histórica de que, ahora, no careceremos del testimonio presente capaz de convertirse en pasado vivo”. Resulta interesante la visión que de este tipo de literatura tiene Fuentes, quien en 1978 había intentado una incursión en la novela política con La cabeza de la Hidra, quizá una de las mejores de su tipo -y sobre la que también presentaré una reseña- pero dudo mucho que Morir en el Golfo, o la novela de Fuentes, tenga como mayor logro ser testimonio de un momento histórico. En realidad, como ficciones que exploran el poder político desde el la literatura, logran un espléndido diálogo con esta tradición que nos ocupa y están ahí para mostrar sus acabados precisos como piezas narrativas de un género siempre difícil de ubicar y juzgar.


Aguilar Camín, Héctor. Morir en el Golfo. México, Oceano, 1986.

jueves, 24 de enero de 2013

Y Matarazo no llamó



Por J. Tomás Martínez  Gutiérrez
 
Escrita en París en 1960, según consta en la última página de la novela y publicada por primera vez en 1991, Y Matarazo no llamó narra la historia de Eugenio Yáñez, un oficinista quincuagenario que un día mientras observa una incipiente huelga de obreros, harto de su soledad, de su existencia sin emociones y asfixiado por la apatía, decide romper con su condición de espectador y solidarizarse con su prójimo. A hurtadillas se acerca a un contingente que hace guardia una fría y lluviosa noche. Con cierta sorpresa observa que aquellos hombres no lanzan discursos ni planean la toma del poder, se quejan de no tener, una noche más, ni un cigarro para pasar las horas. En un acto que lo sorprende a sí mismo, Yáñez decide ir a la tienda y comprar varias cajetillas de cigarros, de diversas marcas para que los obreros puedan escoger los de su preferencia. Yáñez es recibido como uno más en el grupo, un simpatizante quien, pese a su inexperiencia, tiene potencial. En la militancia política, como en las hagiografías, los conversos pueden terminar siendo los grandes pilares de la fe renovada, o al menos eso le dan a entender. A partir de ese momento, Yáñez establece un vínculo con aquellos hombres, un grupo que se muestra gradualmente más heterogéneo de lo que se había podido imaginar el protagonista. Con el grupo de obreros, un día aparece en su departamento Matarazo, un enigmático hombre cuyo lugar en el grupo y su influencia en la organización son, hasta el final, inciertos.

La novela construye una atmósfera densa en la que la desconfianza, las medias verdades, los celos de militante y las intrigas políticas, se entrelazan para construir la imagen de Yáñez, de Matarazo y de los obreros que encabezan la huelga, pero sobre todo, para crear una imagen de un sistema político policial en el México de los años cincuenta. Se trata de un poder político con su policía secreta capaz de infiltrar cada rincón del país y de actuar con total impunidad; de un poder político que actúa con la anuencia y la complicidad de la burocracia y la temerosa clase media, hundida en sus aspiraciones y carencias, que vive esperando los fines de semana para poder ir a los cines y neverías de moda. Es una atmósfera creada a partir de un tono intimista y la mirada ingenua de Eugenio Yáñez, un hombre abúlico, tocado por la desgracia desde una edad temprana y quien había aceptado vivir sin tomar ningún tipo de decisiones. La imagen que éste se crea de Matarazo, la imagen que el lector va construyendo a través de su mirada, es el hilo conductor para recorrer los laberintos del poder irracional y avasallador de sistema político autoritario. La imagen de Eugenio Yáñez esperando en su departamento la llamada Matarazo, como si de ella dependiera su vida, resume toda la soledad y la impotencia de un hombre cualquiera esperando que una fuerza exterior lo arranque de su indefinición.

Elena Garro, esa figura tantas veces inmersa en la polémica y últimamente tan retomada por los cultural studies, nos entrega una novela de la que poco se ha dicho, una novela cuyas virtudes literarias estriban no en su experimentación como en su ritmo y tensión narrativa, en capacidad para recrear el reducido mundo de un hombre terriblemente gris y, a partir de ahí proyectar un universo exterior amplio y complejo que apenas se deja adivinar, en un sentido inverso a la mirada de la novela que busca ser abarcadora para mostrar la complejidad del engranaje político.

Garro, Elena. Y Matarazo no llamó. México, Grijalvo, 1991.